Tenía 91 años y estuvo hospitalizado por una neumonía. Sus últimos días los pasó en su casa de Mónaco.
El reconocido artista colombiano Fernando Botero murió a los 91 años en su casa del Principado de Mónaco, tras haber permanecido hospitalizado durante varios días como consecuencia de una neumonía.
Botero había nacido en Medellín el 19 de abril de 1932 y fue uno de los artistas latinoamericanos más reconocidos del mundo. Su obra se caracteriza por el agrandamiento o la deformación de los volúmenes. A lo largo de su extensa trayectoria exhibió en las principales ciudades y museos del mundo: desde el Grand Palais de París, los Campos Elíseos o el Palacio Venecia, hasta la Quinta Avenida de Nueva York, el MOMA, y el Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago de Chile, entre muchos sitios más.
También a lo largo de los años donó a diversas ciudades del mundo esculturas como Big Bird (Singapur), El Caballo (Santiago de Chile), Mujer con espejo (Madrid), Gato (Barcelona), Maternidade (Lisboa), Broadgate Venus (Londres), Caballo (Medellín), Jinete (Jerusalén), entre otras. También está Torso de mujer, popularmente conocido como La gorda, en la ciudad de Medellín, que podría ser la pareja del Torso masculino, ubicado en el Parque Thays, en el barrio porteño de Retiro.
Si bien Botero confesó más de una vez que se sentía pintor antes que cualquier otra cosa, en una entrevista que le realizó el periodista mexicano Ricardo Rocha reveló que en 1974 decidió dejar de pintar por un tiempo “para aprender el oficio de escultor”. Pero de ninguna manera alteró su estilo, ya que el mismo concepto que aplicaba en sus pinturas lo llevó a sus esculturas. “Todo artista considerado importante deformó de alguna manera la naturaleza y así lo hice yo también”, dijo. Lo primero que esculpió fue su mano izquierda y, como lo haría con el resto de su obra, el volumen deformado fue protagonista.
Vida y obra de un artista único
Después de estudiar unos años en el colegio, a los 12 años Botero ingresó a una escuela para toreros en Medellín, una enseñanza que marcó su vida y parte de su obra, que en parte está dedicada a la estética taurina.
A los 16 años vendió su primera obra en un mercado de Medellín, la cual era representaba una estética influenciada por la tauromaquia.
Según relató el artista, el adolescente Botero fue expulsado de la secundaria por un artículo que escribió sobre Picasso y por sus dibujos, que según los sacerdotes de la escuela eran pornográficos.
Sus ilustraciones eran publicadas por el periódico El Colombiano, el más importante de la ciudad, y con el sueldo financió el fin de su bachillerato y los primeros viajes que lo llevaron a Europa y Estados Unidos.
En la década del cincuenta, Botero llegó a Bogotá y se empezó a juntar con los artistas vanguardistas de la época, dados al indigenismo y el nacionalismo.
Hizo dos exposiciones, un mural importante, ganó un premio y así logró recursos para trasladarse a Madrid y luego a Paris. A finales de esa década, Botero volvió a Colombia y se casó con Gloria Zea, una reconocida gestora cultural y coleccionista con quien se fue a vivir a México.
Desde allí, desarrolló una lectura crítica del arte nacionalista que proponían los muralistas mexicanos, así somo del arte moderno que se impartía en Europa. Y empezó a consolidar lo que sería la línea que lo daría a conocer por el mundo, marcada por las naturalezas muertas y los volúmenes expandidos con colores muy vivos.
En la década del setenta Botero incluyó en sus enormes lienzos, de esos que se llevan la atención de una sala, a miembros de la familia antioqueña. En los años ochenta empezó a retratar personajes de gran estima, como la familia presidencial. Por entonces comenzó su declive porque la crítica del arte no vio con buenos ojos que se acercara a las élites reales de Europa y a los alcaldes de las grandes ciudades.
Fue gracias a ese acercamiento a las élites que las inmensas esculturas de Botero llegaron a la Quinta Avenida de Nueva York y a la avenida del Prado de Madrid.
Pero, para los críticos del arte, fue un estilo de sentencia, tanto así que la reconocida crítica Rosalind Krauss calificó su obra de “patética”, porque lo que antes representaba una crítica vehemente se volvió un ejercicio de entretenimiento y decoración para las salas de los ricos y famosos.