La gente anda diciendo que esta semana el triunfo de Javier Milei ya no se ve como un cheque en blanco, sino como un boleto con cláusulas. Su partido, La Libertad Avanza, logró un triunfo robusto en las elecciones legislativas del 26 de octubre —con cerca del 40,8 % de los votos a nivel nacional y victorias en distritos clave como la provincia de Buenos Aires. Pero la gente también anda diciendo que ganar no significa arreglar por arte de magia: el poder que se asienta con escándalos, dependencia externa y silencio social puede convertirse en tormenta.
Dicen que la ayuda externa brilla, pero su reflejo es complejo: Estados Unidos volvió a apuntalar a Milei con una dosis financiera sustancial —el acuerdo de cambio de moneda, el respaldo político público de Donald Trump— y la gente no se traga que la soberanía sea una variable de ajuste. Ayuda con letra chica: para muchos, es respaldo, pero también es hipoteca.
Se escucha que los escándalos no duermen: el índice de corrupción crece. El caso de Karina Milei, sobornos en la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS), audios censurados que hablan de “3 %” y uno que otro apretón de periodistas por investigar, todo indica que el “cambio” también se escribe con favores. Y la gente anda diciendo que no es aceptable que el cambio venga con moños para unos pocos.
También se comenta que el triunfo legislativo vino con condiciones: aunque Milei consiguió una mayoría relativa, no tiene mayoría absoluta —lo que significa que para avanzar debe negociar, ceder o abrir espacios que decía no abrir. Los moderados ya leyeron la letra chica: gobernar solo es un riesgo, y el electorado lo sabe.
Y mientras tanto, la economía no espera: fábricas que se cerraron, sectores del trabajo que se desploman, la industria local resquebrajada. La gente está diciendo que cuando la tortilla se voltea, no alcanza con porcentajes sino con empleos que vuelven, salarios que alcanzan y derechos que no se retiran por decreto.
En las calles, la movilización volvió: estudiantes y organizaciones de mujeres, personas con discapacidad y trabajadores se hicieron oír. Febril, insatisfecha, dispuesta a no dejarse invisibilizar. Porque la victoria política no borra la bronca social. La gente anda diciendo que este gobierno promete libertad, pero esa libertad no puede costar la dignidad de quienes no tienen cómo pagarla.
Y sí, hay una ironía en el aire: la victoria ilusiona, pero la deuda moral no ha sido saldada. Porque la política que se construye con contratos opacos, ayuda externa condicionada y silencios impuestos termina siendo más esclavitud que reforma.
La gente anda diciendo que si esta semana demostró algo, es que ganar no es sinónimo de gobernar bien; que la soberanía no se defiende con dólares ajenos; que la ética no se impone con mayoría; y que el pueblo no sólo vota sino que exige.
Dicen que el desafío ahora es invisible a las cámaras: pasar del premio a la responsabilidad; de la celebración al trabajo silencioso; de la austeridad de los números al cuidado de las personas. Y mientras eso no suceda, la voz de la sociedad seguirá exigiendo que el cambio no sea solo una palabra.
Porque gobernar es menos cuestión de victoria y más cuestión de qué se hace después de ella. Y que la “nueva etapa” sea de justicia, transparencia y dignidad: eso es lo que la gente anda diciendo.

