Antonio Calderón recorre las calles de Bogotá con un viejo taxi prestado. Trabaja 12 horas al día. Se distrae con los programas de radio que sintoniza en el aparato frontal del coche. A menudo se queda pensativo en un semáforo. Con una mano se atusa la barba, con la otra sostiene el volante. Los coches de atrás le sacan de su ensimismamiento con un golpe de claxon. Después continúa la marcha. Le gusta divagar, pero en ocasiones puede ser tremendamente enfocado. Por ejemplo, cuando se sobresalta al reconocer una cara que le resulta familiar y aminora la velocidad, hasta colocarse en paralelo al transeúnte. Lo sigue por unas calles, lo observa con atención. No, no es él, carajo, se parece, pero no es, se dice a sí mismo cuando descubre que no se trata de uno de los asesinos de su hijo. Entonces pisa el acelerador en busca de un nuevo cliente.
Su hijo, Eduardo, de 39 años, era fiscal encargado en Bogotá y murió investigando los negocios ilegales de sus vecinos. Este mes se cumplen nueve años de su muerte. El caso sigue abierto en la Fiscalía y la familia de Calderón ha invertido todos sus ahorros en la defensa de su hijo. Hace seis años que no trabajaba. Le tocó volver a hacerlo para poder pagar a los abogados que llevan el caso. Calderón se desahoga con sus clientes: “Mi hijo era fiscal y lo mataron por estar investigando a quien no debía”.
Sus padres viven en un perpetuo 19 de abril de 2013. Ese día, a las 11 de la mañana, Eduardo salió a la calle para sacar a pasear al perro de la familia, como siempre. Las penúltimas palabras que la madre escuchó del hijo fueron: “No me demoro”. Minutos después, se empezaron a escuchar gritos de pelea en todo el conjunto residencial en que vivían: “Muchos vecinos salieron a mirar lo que pasaba, pero nadie le ayudó”, asegura su madre, que fue la única que intentó impedir el suceso.
En ese momento, tres vecinos con los que había tenido problemas en el pasado se le acercaron y lo empezaron a insultar. Calderón intentó ignorarlos, pero al ver que empezaron a gritarle cosas también a su madre, se enfrentó a ellos. “Mátenme a mí, mátenme”, gritó María, que la emprendió de inmediato a sombrillazos con uno de los tres hombres para tratar de evitar que le hicieran nada a su hijo.
Ya era tarde. Los otros dos persiguieron a Calderón, lo acorralaron frente a una carnicería del barrio de Fundadores, en el occidente de Bogotá, y le metieron tres puñaladas mortales con los machetes que llevaban consigo. Calderón logró llegar por sus propios medios a una clínica que estaba a dos manzanas del lugar del suceso, pero los médicos no pudieron hacer nada por él. Murió de paro cardiorrespiratorio provocado por las múltiples heridas. Su madre alcanzó a llegar a la clínica para escuchar las últimas palabras del hijo: “No me pude defender”.
En el juicio por el asesinato de Calderón, las dos personas que lo apuñalaron fueron declaradas culpables. Estuvieron un año y medio en prisión en la cárcel Modelo de Bogotá hasta que los dejaron en libertad porque se venció el plazo de tiempo que tenía la justicia para recoger todas las pruebas del caso. La familia de Calderón apeló la decisión del juez y La Corte Suprema de Justicia los condenó a 23 años de prisión. Pero el fallo llegó cinco años después de la primera resolución, tiempo más que de sobra para que los asesinos se escondieran: “Tienen orden de busca y captura de la Interpol, pero no han podido dar con ellos”, resumen María.