Pekín defiende los beneficios globales del programa, pero los críticos advierten sobre una espiral de endeudamiento de países como la Argentina
El 7 de septiembre de 2013, hace 10 años, el presidente de China, Xi Jinping, se acercó a los micrófonos de una espaciosa sala de la Universidad Nazarbáyev, en Astaná (hoy Nursultán), la capital de Kazajistán, y comenzó su discurso rememorando los viajes de Zhang Qian, un emisario al que el emperador Wu de la dinastía Han envió de viaje por Asia Central hace más de 2100 años. “Sus travesías”, dijo Xi, “abrieron la puerta a un contacto amistoso entre China y los países de Asia Central, y dieron origen a una Ruta de la Seda que unía el Este y el Oeste, Asia y Europa”.
El líder chino vestía de traje y llevaba el pelo perfectamente peinado y reluciente. “Hoy, mientras estoy aquí de pie y miro hacia atrás a la historia, es como si pudiera escuchar el eco de los cencerros de los camellos sonando en las montañas y ver los jirones de humo elevándose desde el desierto”, dijo. A continuación esbozó una propuesta que marcaría sus próximos años al frente de China, una idea concebida para expandirse más allá de sus fronteras y acorde con la “nueva era” que vislumbraba para su país, la de una potencia cada vez más proyectada hacia el exterior, con vocación de incrementar su peso en el tablero geopolítico.
“Para que todos los países euroasiáticos puedan disfrutar de lazos económicos más estrechos, una cooperación más profunda y un mayor espacio para el desarrollo, podemos utilizar un modelo innovador de cooperación, construyendo juntos un cinturón económico a lo largo de la Ruta de la Seda”, dijo.
Así nació la Nueva Ruta de la Seda china.
Aquel discurso de Xi en Kazajistán es considerado el acta fundacional de la iniciativa de La Franja y la Ruta, nombre oficial del megaprograma de infraestructuras con el que China busca conectarse al mundo. El plan estratégico celebra su décimo aniversario con un balance controvertido: para Pekín, que ha invertido en torno a un billón de dólares en más de un centenar de países, se trata de un “bien público de alta calidad, construido por las partes involucradas y compartido por el mundo”, según dijo el aún desaparecido exministro de Exteriores, Qin Gang, en marzo durante su primera y única rueda de prensa. Para otros, en cambio, se trata de “la ruta de China hacia la ruina”, tal y como la definen los investigadores Michael Bennon y Francis Fukuyama en un reciente artículo en la revista Foreign Affairs. En él aseguran que el programa tentacular de Pekín pone en peligro a numerosos países en vías de desarrollo, atrapados en una espiral de deuda con China y compromete al Fondo Monetario Internacional, que ha de acudir a rescatarlos.
En octubre, el Gobierno chino prevé la celebración del 3º Foro de la Franja y la Ruta, donde espera la visita de diversos mandatarios, entre ellos al presidente ruso, Vladímir Putin. Lo cual hace pensar en lo mucho que ha cambiado el mundo en 10 años. Cuando Xi pronunció aquel discurso, el planeta salía de los coletazos de la Gran Recesión económica, nadie imaginaba una pandemia, las relaciones entre Pekín y Washington no habían entrado en picada, el mandatario chino llevaba menos de seis meses como presidente y solo unos días antes había dado otra conferencia en San Petersburgo ante los líderes del G-20: alertó de una ola de proteccionismo que comenzaba a recorrer el planeta y reclamó más globalización. El mundo era tan otro que aquella cumbre del G-20 en Rusia tenía como anfitrión al hoy proscrito Putin (sobre él pesa una orden de detención del Tribunal Penal Internacional) y faltaban solo unos meses para que este decretara la anexión de Crimea, uno de los puntos de inflexión cuya sombra planea hasta la guerra en Ucrania.
Acuerdos con 150 países
Durante la siguiente década, China invertiría en todo tipo de proyectos de logística, energía e infraestructuras por el globo. Y ese despliegue de Pekín pronto comenzaría a enviar señales de alerta en Washington y Bruselas. En la actualidad, más de 150 países han suscrito acuerdos de cooperación de La Franja y la Ruta (unos dos tercios de los Estados del globo), según China, incluidos un buen número de socios de la UE. España no se encuentra entre ellos, tampoco Alemania ni Francia. Pero Italia sí: es el único miembro del G-7 que ha firmado un memorando de entendimiento, aunque es probable que no dure demasiado.
Hace unos días, Antonio Tajani, ministro de Exteriores italiano, estuvo de visita oficial en Pekín. En sus encuentros de alto nivel omitió el tema, según la lectura oficial, pero justo antes del viaje aseguró que la Nueva Ruta de la Seda china “no había dado los resultados” esperados. La primera ministra italiana, Giorgia Meloni, ya avanzó durante su campaña electoral que sumarse al programa había sido “un gran error”. Conclusión: “Italia se encamina a la ruptura con la iniciativa china de la Franja y la Ruta”, según una nota de los analistas de Trivium China. Pero ninguna de las partes quiere armar demasiado revuelo. “Todos quieren seguir siendo amigos”.
La propuesta ha funcionado como un paraguas con el que Pekín ha incrementado la demanda china en el exterior (en la construcción de proyectos a menudo han participado sus empresas y trabajadores) mientras atraía ingentes recursos energéticos hacia el interior. En aquel viaje a Astaná de 2013, por ejemplo, Xi cerró sustanciosos acuerdos sobre hidrocarburos. Aunque bajo la iniciativa caben proyectos de todo tipo, de la seguridad a la cultura: durante estos años, China ha arrancado, entre otras cosas, las primeras excavaciones arqueológicas de calado fuera de sus fronteras.
Pekín argumenta que la Franja y la Ruta ha ayudado a crear 3000 proyectos de cooperación, 420.000 empleos locales y ha contribuido a sacar de la pobreza a casi 40 millones de personas.
Pero los críticos denuncian el “noecolonialismo”, advierten que en muchos países la creciente presencia china ha despertado el rechazo ciudadano y aseguran que numerosas iniciativas no han dado los resultados económicos esperados.
“Y como los gobiernos que negociaron estos proyectos a menudo aceptaron respaldar los préstamos, se han encontrado con enormes sobreendeudamientos, incapaces de garantizar la financiación de futuros proyectos o incluso de pagar el servicio de la deuda que ya han acumulado”, afirman Bennon y Fukuyama en el citado artículo. En esta situación, prosiguen, se encuentran países como Sri Lanka, Argentina, Kenia, Malasia, Montenegro, Pakistán y Tanzania.