DOHA.– Vestida de fútbol, la monarquía absolutista de Abu Dhabi entra hoy en la cancha para jugar contra Leeds. La de Arabia Saudita lo hizo el lunes pasado, cuando le ganó 3-0 a Leicester. Pero nadie se desgarró vestiduras. La de Abu Dabi lleva el nombre de Manchester City y la de Arabia Saudita se llama “Newcastle”. Y no juegan un Mundial de la FIFA, sino la Premier League, la liga más millonaria del planeta fútbol que, algo arrogante, mantuvo sin cambios su lucrativa programación de Boxing Day, a pesar de que pasaron apenas ocho días de la Copa del Mundo. También Qatar vuelve hoy mismo a la cancha. Lo hará vestido de PSG en la Ligue 1 de Francia. Las monarquías del Golfo juegan desde hace tiempo de modo natural con sus clubes europeos. Ya pasará lo mismo con los mundiales.
Principal acontecimiento deportivo del 2022 que finaliza, el Mundial de Qatar, afirman muchos, marcó “un antes y un después en la historia del deporte”. Es el año del retiro de dos campeones míticos como Roger Federer y Serena Williams, pero la primera Copa de la FIFA en el mundo árabe se adueñó de la escena especialmente porque ubicó a Leo Messi (por fin campeón) en el debate muchas veces caprichoso pero también inevitable sobre su condición de posible número uno histórico del fútbol. “Un unicornio entre los unicornios”, como lo describió Barney Ronan en The Guardian. A veces, las historias más simples grafican mejor el fenómeno: hace dos días, en pleno desierto árabe, un mozo de Bangladesh me mostraba orgulloso la foto de su sobrina de seis meses. Llevaba puesta la camiseta argentina. Con el 10 de Messi. Hay por aquí miles y miles de historias similares. Pero suceden lejos de “la minoría occidental” que, como escribió, el profesor Khaled al-Hroub en Middle East Eye, quiere imponer su visión a demografías, naciones y religiones mucho más masivas que las de Occidente.
Los mundiales de fútbol, quedó confirmado por si todavía existieran dudas, ocupan desde hace tiempo el escenario central de la Disneylandia globalizada. Qatar no fue el primero ni será el último que utilice la popularidad del fútbol como vehículo de propaganda. Y, además de su mundo sin democracia ni sindicatos (un mundo casi ideal para algunos), Qatar condena la diversidad sexual y explota trabajadores migrantes. No es el único. Su problema fue adueñarse de modo polémico de un Mundial que codiciaban otros. La prensa occidental insiste en destacar que su Copa costó 220.000 millones de dólares, sin siquiera mencionar que Qatar habla en cambio de un gasto de 8000 millones. Como sea, el fenómeno de Messi y la pelota le devolvió con creces su inversión. No le importa a Qatar que sus estadios VIP y su formidable subte hoy estén casi vacíos. Ni siquiera las críticas iniciales que la expusieron ante todos. Se ríe porque su fiesta del fútbol terminó siendo un éxito. Y también se ríe la FIFA. Confirmó que tiene en sus manos al juguete más cotizado del planeta.
Hasta la prensa inglesa, la más crítica de todas, debió reconocer que el Mundial de Qatar (y de Messi) fueron el hecho deportivo del año (cita luego a la Eurocopa femenina ganada por Inglaterra. Y a la multitud récord de 91.533 personas que colmó el Camp Nou para asistir al clásico Barcelona-Real Madrid, por cuartos de final de la Champions femenina. El fútbol sabe que su techo todavía no ha llegado). Por ese poder, por su influencia, el fútbol tienta a metáforas y paralelismos complejos, como si el objetivo de un título pudiera servir de ejemplo para dirimir diferencias políticas y la desigualdad. Se trata de una simplificación que fue desnudada por el propio Mundial de Qatar.
¿No coincidieron casi todo los medios en destacar que Qatar fue “el Mundial de Palestina”? Qatar prohibió consignas LGBTQ+, pero ofreció estadios, selecciones, banderas, coros, camisetas y bufandas para recordar a la nación ocupada. “Después de años en los que funcionarios israelíes, estadounidenses y algunos árabes han dejado en claro que el tema de Palestina ya no era importante”, escribió Steven Cook en The Foreign Policy, “debe haber sido conmovedor para los palestinos cuando los fanáticos del fútbol declararon que, para ellos, sí lo es”. El propio Cook advirtió sin embargo que esa bandera que dominó el Mundial sigue sin poder ondear “donde los palestinos más la quieren: en su estado independiente”.
Al día siguiente de la Copa, Palestina pidió a la FIFA una condena por la muerte de Mohammad Shtayyeh, jugador de 23 años del club Thaqafi de Tulkarem, asesinado a tiros en espalda y pies en una incursión del ejército israelí. Naciones Unidas informó que 2022 fue el año con más muertes de palestinos desde que en 2005 inició registros oficiales, decenas de niños incluidos (la Liga Arabe elevó ayer esa cifra a 223 víctimas). Los mundiales, lo vivimos en Argentina, pueden ser una inolvidable celebración popular. Y también son juegos políticos y negocios. Y reivindicaciones. Pero no son el espejo del mundo verdadero. Eso sí, a veces, lo muestran algo más generoso.